Mauricio Pava Lugo[1]
Abogado de la Universidad de Caldas, Curso Universitario Superior en Compliance de la Universidad de Barcelona y Especialista en Casación Penal de la Universidad La Gran Colombia; conjuez de la sala penal de la Corte Suprema de Justicia; conjuez del Consejo Nacional Electoral. Miembro de la comisión asesora para la Política Criminal del Estado Colombiano; miembro de la comisión de expertos de la Corporación Excelencia en la Justicia; presidente del Instituto Colombiano de Derecho Procesal – Capítulo Caldas; asesor para iniciativas legislativas en materia penal del Ministerio de Justicia y del Derecho (2015) y en la Cámara de Representantes para reformas al Código de Procedimiento Penal (2013-2018). Tiene experiencia como docente de pregrado y posgrado en varias universidades. Director del Boletín Académico “Primera Línea”.
La rápida y espectacular captura de la hija de Aida Merlano es solo una de las, cada vez más frecuentes, acciones de las autoridades frente a eventos que, por su magnitud mediática, están sujetas al ojo público. La sociedad pide resultados y, sin lugar a duda, se los dan.
Seguramente, no ha sido ni el primero, ni el único. Ferrajoli (tan olvidado en estos tiempos de artificiales eficientismos) cuestionaba una justicia que actuaba esperando el aplauso de las mayorías. Precisamente, su punto principal es que esta justicia se convertía en ilegítima; lo peor es que su vocación “espectacular” la ponía al vaivén de las temperaturas sociales y de los regímenes de turno. En síntesis, se trata de una justicia que atiende a la imagen, a las apariencias, pero que ─en sí misma─ es insegura, porque la objetividad, la estricta legalidad y los demás principios fundamentales son conceptos menores, que se diluyen entre titulares y comunicados.
Por supuesto, en las entrañas de este problema, existe una corresponsabilidad social: los medios de comunicación, los operadores de la justicia (públicos y privados), la comunidad en general. Todos, de una forma u otra, hemos llegado a conformarnos con publicitar la desgracia ajena en el marco de la vendetta pública que es el actual proceso penal en nuestro país, desigual y difícil en oportunidades. Sin embargo, nos quejamos de la justicia, de su enorme deterioro, e insistimos en la necesidad de enderezar caminos, de reformarla.
Pues bien, para corregir, es necesario empezar por oponernos al modelo contracultural que tuvo su génesis en la incorporación del sistema acusatorio, conforme al cual abogados y fiscales se graduaron como enemigos mutuos. Por su parte, los jueces se convirtieron en espectadores, a quienes, en respeto a una “seudo-imparcialidad”, se les prohíbe inmiscuirse en asuntos distintos a los que las partes les proponen. Algunos, con esa excusa, se abstienen de intervenir en asuntos que, verdaderamente, ameritarían activismo judicial para encausar el proceso.
La verdad es que siempre ha existido corrupción en la justicia, como en todo servicio público (aunque, tal vez, no en las dimensiones actuales), al igual que errores judiciales. No obstante, en los estrados de antaño, existía un profundo deber de apegarse a la imparcialidad. Los servidores de la justicia sabían que su obligación, más allá de los resultados en función de la gestión cuantitativa de desempeño, de las métricas estadísticas, era resolver en Derecho.
Hoy, en ocasiones cada vez más frecuentes, vemos la injusticia legalizada. En una amplia discrecionalidad, por ejemplo, hemos tenido que presenciar cómo se aplican principios de oportunidad en unos casos, pero no en otros de igual talante. Similarmente, vemos cómo, selectivamente, se investiga y judicializa, sin una objetiva aplicación del principio de igualdad. Los patrones y criterios no resultan claros en todos los casos. Eso, por supuesto, solo contribuye a fomentar un “oscurantismo judicial” en el cual no se sabe distinguir entre la discrecionalidad y la arbitrariedad.
Es necesario, por ejemplo, recomponer la actuación de la Fiscalía, en función del principio de objetividad conforme al cual ésta “(…) adecuará su actuación a un criterio objetivo y transparente, ajustado jurídicamente para la correcta aplicación de la Constitución Política y la ley”[1]. En este sentido, el Fiscal, antes que un litigante en la investigación, es un funcionario público que se debe regir por la estricta legalidad, guiado por los principios de imparcialidad, objetividad y transparencia, que no siempre apuntan en el mismo sentido del eficientismo y la medición estadística. Cada caso en su momento, cada decisión según su oportunidad; todo, en el marco de un sistema igualitario en el que la priorización sea la excepción y no, como ahora, la regla general que dicta cuáles casos avanzan y cuáles no. Esto permitirá construir un modelo más justo y legítimo, que, al final, le genere seguridad a la ciudadanía.
Desde la perspectiva anterior, quienes lideran las instituciones asumirían la responsabilidad pública de dar el debate técnico (a veces impopular) con pedagogía, y se esperaría que los medios de comunicación abrieran estos espacios. De poco o nada, sirven las intervenciones legislativas y medidas ejecutivas que se gobiernan por el vaivén de la popularidad. Propuestas recurrentes, especialmente en relación con casos de delincuencia sexual y corrupción, aunque contentan a las mayorías, socavan las bases del Estado de Derecho.
En esta entrega de Primera Línea
Esta entrega es muy especial, porque contamos con la concurrencia de una gran abogada que ha pertenecido al equipo de Primera Línea desde sus inicios. Tenemos el gusto de contar con ella desde la distancia, desde donde continúa con su exitoso proceso de formación. Además, nos acompaña, en este artículo, con el profesor Javier Puyol, a quien conocemos por sus muy solventes y prolíficos estudios en materia de compliance. De allí, que nos honre el artículo escrito a cuatro manos sobre la evolución de los códigos de ética empresarial.
Estas participaciones, son ─sin lugar a duda─ de toda la importancia, pues dotan de contenido el importantísimo instrumento de cumplimiento, para que reconozcamos, en él, algo más que una declaración de principios. No perdamos de vista que es una institución que refleja, en su nacimiento y evolución, el acuerdo que los ciudadanos corporativos (con cada vez más conciencia) vienen suscribiendo para reconducir el comportamiento en los negocios, en el sentido de que no se pueden hacer de cualquier manera.
A la par de este artículo, está el de una columnista, quien ─prestada al derecho penal por el derecho privado─ hoy pretende regresar a sus orígenes. Su columna se nutre de su formación en otras áreas del Derecho y nos ofrece una visión ampliada del Derecho punitivo, que no es propiedad solo de los penalistas, pues ya es un ejercicio transversal a todos los segmentos. Esta contribución nos deja una reflexión importante: A los empresarios se les exige combatir el fraude interno, vigilar a sus empleados, so pena de tener que responder vicarialmente por sus conductas. Sin embargo, cuando acuden a expertos en gestión e investigación de riesgos corporativos, este hecho, por sí mismo, es mirado con desconfianza, bajo la creencia de que se están abrogando competencias que no les corresponden, como si el principio de autorregulación regulada no fuera ya una imposición legal.
[1] Abogado de la Universidad de Caldas, Curso Universitario Superior en Compliance de la Universidad de Barcelona y Especialista en Casación Penal de la Universidad La Gran Colombia; conjuez de la sala penal de la Corte Suprema de Justicia; conjuez del Consejo Nacional Electoral. Miembro de la comisión asesora para la Política Criminal del Estado Colombiano; miembro de la comisión de expertos de la Corporación Excelencia en la Justicia; presidente del Instituto Colombiano de Derecho Procesal – Capítulo Caldas; asesor para iniciativas legislativas en materia penal del Ministerio de Justicia y del Derecho (2015) y en la Cámara de Representantes para reformas al Código de Procedimiento Penal (2013-2018). Tiene experiencia como docente de pregrado y posgrado en varias universidades. Director del Boletín Académico “Primera Línea”.
[2] COLOMBIA. CONGRESO DE LA REPÚBLICA. Ley 906. (31, agosto, 2004). Por la cual se expide el Código de Procedimiento Penal. Diario Oficial. Septiembre, 2004. No. 45.658.